lunes, 20 de julio de 2015

Los fantasmas del Roxy

Durante los últimos días los languidecientes multicines Centro han adquirido un gran protagonismo en los medios: noticias, artículos, reportajes... La razón no podía ser otra que su desaparición. Es como cuando ves el nombre en el periódico de una vieja gloria de Hollywood: antes de leer el resto ya sabes que ha estirado la pata. No creo que nadie del puñado de cinéfilos trasnochados que todavía frecuentábamos el lugar se llevara una sorpresa; sin ir más lejos, la semana pasada tuve el privilegio de ver la película húngara que estaba en cartel yo solito, toda la sala para mí. Eso tiene la evidente ventaja de no tener que sufrir ruidos de rumiantes a tu alrededor, pero la rentabilidad del negocio resulta dudosa.

Todos los argumentos y teorías que se han mencionado estos días para explicar por qué la gente no va al cine se resumen en uno: no le interesa a casi nadie, así de simple. El cine era un negocio cuando era un medio de masas, pero ya no lo es. Al menos no en su formato original. El medio de expresión llamado cine se ha diluido en el maremagnum de lo audiovisual y la proyección pública de películas es ahora una actividad de repercusión bastante limitada, al menos en Europa y Estados Unidos. Solamente en las grandes capitales se pueden ver cines en el centro urbano (salvo en Francia, que sigue siendo Francia y subvenciona una cadena de salas que proyecta cine en versión original). 

Me temo que es así de sencillo y de triste: el cine en pantalla grande se muere porque no tiene público. El argumento de que es caro no deja de ser una excusa absurda: compárese lo que cuesta una entrada (el día del espectador, por ejemplo) y lo que cuesta un gin tonic (o una botella de sidra, si prefieren). Una película es fruto del trabajo durante meses de docenas de personas (en el caso de directores y guionistas el proceso dura años a veces), muchos de ellos creadores y profesionales altamente cualificados que llevan toda su vida formándose para esa labor. Una vez terminada, se invierte más dinero en su distribución y exhibición. ¿Cuánto debería costar, entonces, una entrada? ¿Dos euros?

En mi opinión aquí se da una gran paradoja: por un lado, sólo los muy cinéfilos están dispuestos a pagar por ver la película en el formato para el que fue diseñada, pero por otro los cines comerciales ofrecen casi exclusivamente productos pensados para  una gran mayoría de potenciales espectadores a los que generalmente les da igual verla en una televisión o en un ordenador. Resultado: salas comerciales semivacías y cinéfilos buscando circuitos alternativos, como, ya que hablamos de Gijón, las proyecciones que tienen lugar los sábados por la noche en el CMI Pumarín-Gijón Sur, donde es habitual ver a 200 ó 300 espectadores, muchos más que en la mayoría de las sesiones de las salas convencionales.

Y ese será, en el mejor de los casos, el futuro de la pantalla grande, el mismo que el de la mayoría de las actividades culturales: la subvención. Digo en el mejor de los casos porque en los tiempos que corren no faltarán apologetas del mercado que decidan que, si no da dinero, no debe existir. Recordemos lo que pasó no hace mucho con la OSGI,  cuando un concejal de cultura (?) de ingrato recuerdo se la cargó de un plumazo con la notable justificación de “la música clásica no le interesa a nadie”.


Yo, por mi parte, seguiré esperando que la canción de Serrat se convierta en realidad, que los fantasmas del Roxy  no descansen en paz y que un día, esperando el autobús, me pida fuego George Raft.

Artículo de Nacho Muñiz

1 comentario:

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