Estamos en el 70 aniversario de la derrota de
las potencias del Eje. El horror nazi y el ascenso de los regímenes fascistas
han quedado para la posteridad como la máxima expresión de los aspectos más
oscuros y siniestros de la condición humana, representados por las prácticas
genocidas y los campos de exterminio. No fue sin embargo el genocidio cometido
por los nazis el primero ni el último. Las atrocidades de los conflictos
postcoloniales, los golpes de estado en América Latina, las guerras de Oriente
Medio, el napalm y el agente naranja vertidos sobre la población vietnamita o
el terror del Estado Islámico, jalonan
la segunda mitad del siglo XX y el arranque del XXI, recordándonos con toda
crudeza que el horror no puede ser definitivamente conjurado. Ni siquiera las
prácticas eugenésicas, la legitimación pseudocientífica de la supremacía racial
o el campo de concentración (triste aportación española, esta última) fueron
invenciones originales de los nazis. Lo que sí representan el nazismo es la más
refinada tecnología de la muerte jamás creada, desatada en el corazón de la
civilizada Europa. Campos de trabajo, canteras de granito, donde judíos,
gitanos, minorías religiosas, disidentes políticos eran obligados a trabajar
hasta la extenuación y la muerte en condiciones de esclavitud, arrancando la
piedra con que los arquitectos nazis dieron cuerpo monumental a sus delirios
megalómanos. Duchas de gas y hornos crematorios concebidos para asesinar y
hacer desaparecer los restos de multitudes. La ciencia, la técnica y el ingenio
más avanzado puestos al servicio de la sinrazón; de un fin aberrante. La máxima
expresión de la razón de los medios, la razón aplicada a lo puramente
instrumental, sustraída a la racionalidad de los fines. No es de extrañar que
Theodor Adorno concluyera que después de Auschwizt, la astucia de la razón, la
fe en el progreso como hilo rector de la historia, se habría convertido en una
broma macabra.
Cuando se cumplen 70 años de la derrota del
nazismo y el fascismo, es de justicia rendir tributo a los más de 9000
españoles, muchos de ellos asturianos, que padecieron el terror de los campos
de exterminio. Eran hombres, mujeres y niños que se habían visto obligados a
huir de España tras el triunfo del franquismo. Eran los republicanos, los
demócratas que tomaron las armas para defender a la II República, al gobierno
legítimo de España frente a los insurrectos cebados económicamente por los
grandes terratenientes y las oligarquías empresariales, cruzados de la reacción
bajo la bula de los sectores más ultramontanos de la Iglesia, y apoyados
masivamente por el Régimen Nazi.
No podemos olvidar que nuestra Guerra fue la
antesala de la II Guerra Mundial; que el fascismo en armas tuvo su banco de
pruebas en la conflagración bélica que ensangrentó nuestro país, en la que
intervinieron activa y decisivamente los ejércitos alemanes, suministrando
armas, tropas y financiación al ejército sublevado, ante la inhibición de las
principales potencias democráticas, que
miraron para otro lado aferrándose a una neutralidad cómplice.
Tras la victoria del bando rebelde, los republicanos
marcharon al exilio, acabando muchos en Francia y otros países europeos. Lejos
de cejar en su compromiso social, al producirse la ocupación nazi y al
desatarse la II Guerra Mundial, se unieron a los movimientos de resistencia, a
los partisanos, y lucharon para salvar allí donde estaban lo que les había sido
arrebatado en España. Muchos y muchas cayeron o fueron apresados. El régimen
franquista les retiró la consideración de españoles, reduciéndolos a la
condición de apátridas y dejándolos a merced del III Reich y sus satélites, que
recluyeron a más de 9.000 de nuestros compatriotas en sus campos de exterminio.
Pero lejos de resignarse, en mitad del mismo corazón de las tinieblas, dentro
de los campos en que habían sido encerradas y obligadas a trabajar más allá de
los límites de su resistencia en las canteras, sometidas a vejaciones y
experimentos médicos sádicos y delirantes, aquellas personas organizaron redes
de apoyo para la totalidad de los prisoneros, sin distinción de raza ni
nacionalidad, logrando incluso introducir y distribuir alimentos y
medicamentos, ayudando con ello a sobrevivir a cientos. Aquellos españoles
mantuvieron viva la llama de la esperanza, confiando siempre en la victoria
final sobre el fascismo en armas. No fue casualidad que cuando las tropas
norteamericanas liberaron Mauthausen, las banderas del III Reich habían sido
arriadas, al tomar los reclusos el control del campo tras la huida de los
guardias, y tremolaban en su lugar banderas tricolor de la II República. Un
hecho de significación comparable a que a la cabeza de las tropas que liberaron
París, iban soldados españoles. Y no podemos dejar de recordar que sus
testimonios fueron claves para la condena de los jerarcas nazis en los juicios
de Nuremberg. Especial mención merece el fotógrafo Francisco Boix,
superviviente de Mauthausen, donde logró tomar toda una serie de fotografías
que sirvieron para sustanciar la acusación y condena de Albert Speer, auténtico diseñador de las estructuras y
protocolos de los campos de exterminio, que consagró su habilidad como
arquitecto a traducir en planos y proyectos constructivos las aspiraciones
megalómanas de Hitler.
Las y los españoles que lucharon contra la
barbarie nazi reciben hoy honores como de héroes de guerra en varios países de
Europa, mientras que en España apenas sí se les recuerda; otra expresión de la
lamentable amnesia histórica que se han fomentado en nuestro país, como lo
que ocurre con las miles de víctimas de
la represión franquista, que aún hoy reposan en las cunetas y en numerosas
fosas comunes a la espera de reparación y justicia.
Cuando se cumplen 70 años de la derrota de
las potencias del Eje, no podemos olvidar que el fascismo es la expresión del
odio al diferente. Del odio al judío, al gitano, a los disidentes políticos, a
las homosexuales… a cualquier grupo que constituya una minoría, y que ante una
situación de crisis social es convertido en víctima propiciatoria a la que se
responsabiliza de la totalidad de los males. El fascismo es el odio de quien
está abajo en el escalafón social hacia quienes están a su lado o están aún más
abajo. Es el direccionamiento de la rabia colectiva, ante una situación de
descomposición, que se enfoca sobre un sector débil de la sociedad, mediante el
recurso al racismo y a la xenofobia como elemento aglutinante de sectores
populares a través de la lógica perversa de la raza o la etnia como unidad de
destino, ocultándose absolutamente el papel de las élites económicas o
políticas.
No podemos olvidar que el ascenso del nazismo
se produjo tras el Tratado de Versalles, por el que todo un pueblo, el pueblo
alemán, fue hecho responsable de la devastación de la I Guerra Mundial que
desataron las aspiraciones coloniales y las políticas de las oligarquías que
dominaban Europa, y fue sometido a la asfixia económica y a la humillación. No
podemos olvidar que en aquellos años se impusieron unas políticas de
austeridad, que hoy nos resultan tremendamente familiares, cuyas consecuencias
fueron el empobrecimiento de las mayorías, el aumento del desempleo y de las
desigualdades, y una crisis del modelo de sociedad y de la propia democracia
como referencia simbólica. Tampoco podemos olvidar que el fenómeno del fascismo
arranca tras el fracaso de las tentativas de transformación social impulsadas
en los años veinte y treinta por las fuerzas progresistas, y que se saldaron
con la desunión y enfrentamiento del campo popular, que allanó el camino para
la llegada al poder de Hitler.
Se cumplen 70 años de la derrota del nazismo
y de las Potencia del Eje. Hoy, de nuevo, las mal llamadas políticas de
austeridad, que son en realidad un austericidio consistente en socializar las
pérdidas de los grandes capitales y del sector financiero a cuenta de los
derechos sociales y del estado del bienestar, barren Europa incrementando la
desigualdad y expandiendo la desafección política y la desesperanza entre las
mayorías sociales. Se cumplen 70 años de la derrota del nazismo, y se pretende
hacer cargar sobre las espaldas de la ciudadanía del sur de Europa la
responsabilidad de la crisis económica que han generado las políticas de la
especulación y las burbujas, acusándola de haber vivido por encima de sus
posibilidades. Y vemos cómo un gobierno democráticamente elegido, el gobierno
de Syriza en Grecia, es objeto de presiones continuadas por parte de organismos
ajenos a cualquier solvencia democrática, para tratar de obligarlo a torcer el
mandato recibido por su pueblo y
abandonar el programa con el que ha ganado las elecciones para proseguir con
las políticas que han traído la penuria y el desastre sobre la mayoría de la
población.
El fascismo es el monstruo que aparece cuando
lo viejo se desmorona o agota, y lo nuevo no consigue nacer. Un monstruo que se
nutre de la desesperación y que resulta tremendamente dócil a los intereses de
los de arriba, puesto que fragmente y enfrenta a las capas populares. Es el
monstruo que gravita sobre quienes dicen que los inmigrantes destruyen nuestro
sistema sanitario, pero ignoran el fraude fiscal de las grandes empresas y
fortunas; es el monstruo que planea cuando alguien piensa que las víctimas de
la estafa bancaria son culpables de haber vivido por encima de sus
posibilidades. En suma, el fascismo, el nazismo, es el fantasma que galopa a
lomos de la pulsión de muerte que se desata cada vez que la desafección, la
quiebra social y la desesperanza hacen su aparición. Han transcurrido 70 años
desde la derrota del horror nazi, a los demócratas nos corresponde luchar para
que su negra sombra no vuelva a tender su velo de horror sobre la Tierra.
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