Durante los últimos días los languidecientes multicines
Centro han adquirido un gran protagonismo en los medios: noticias, artículos,
reportajes... La razón no podía ser otra que su desaparición. Es como cuando
ves el nombre en el periódico de una vieja gloria de Hollywood: antes de leer
el resto ya sabes que ha estirado la pata. No creo que nadie del puñado de
cinéfilos trasnochados que todavía frecuentábamos el lugar se llevara una
sorpresa; sin ir más lejos, la semana pasada tuve el privilegio de ver la
película húngara que estaba en cartel yo solito, toda la sala para mí. Eso
tiene la evidente ventaja de no tener que sufrir ruidos de rumiantes a tu
alrededor, pero la rentabilidad del negocio resulta dudosa.
Todos los argumentos y teorías que se han mencionado
estos días para explicar por qué la gente no va al cine se resumen en uno: no
le interesa a casi nadie, así de simple. El cine era un negocio cuando era un
medio de masas, pero ya no lo es. Al menos no en su formato original. El medio
de expresión llamado cine se ha diluido en el maremagnum de lo audiovisual y la proyección pública de películas
es ahora una actividad de repercusión bastante limitada, al menos en Europa y
Estados Unidos. Solamente en las grandes capitales se pueden ver cines en el
centro urbano (salvo en Francia, que sigue siendo Francia y subvenciona una
cadena de salas que proyecta cine en versión original).
Me temo que es así de sencillo y de triste: el cine en
pantalla grande se muere porque no tiene público. El argumento de que es caro
no deja de ser una excusa absurda: compárese lo que cuesta una entrada (el día
del espectador, por ejemplo) y lo que cuesta un gin tonic (o una botella de
sidra, si prefieren). Una película es fruto del trabajo durante meses de
docenas de personas (en el caso de directores y guionistas el proceso dura años
a veces), muchos de ellos creadores y profesionales altamente cualificados que
llevan toda su vida formándose para esa labor. Una vez terminada, se invierte
más dinero en su distribución y exhibición. ¿Cuánto debería costar, entonces,
una entrada? ¿Dos euros?
En mi opinión aquí se da una gran paradoja: por un lado, sólo
los muy cinéfilos están dispuestos a pagar por ver la película en el formato
para el que fue diseñada, pero por otro los cines comerciales ofrecen casi
exclusivamente productos pensados para
una gran mayoría de potenciales espectadores a los que generalmente les
da igual verla en una televisión o en un ordenador. Resultado: salas
comerciales semivacías y cinéfilos buscando circuitos alternativos, como, ya
que hablamos de Gijón, las proyecciones que tienen lugar los sábados por la
noche en el CMI Pumarín-Gijón Sur, donde es habitual ver a 200 ó 300
espectadores, muchos más que en la mayoría de las sesiones de las salas
convencionales.
Y ese será, en el mejor de los casos, el futuro de la pantalla
grande, el mismo que el de la mayoría de las actividades culturales: la
subvención. Digo en el mejor de los casos porque en los tiempos que corren no
faltarán apologetas del mercado que decidan que, si no da dinero, no debe
existir. Recordemos lo que pasó no hace mucho con la OSGI, cuando un concejal de cultura (?) de ingrato
recuerdo se la cargó de un plumazo con la notable justificación de “la música
clásica no le interesa a nadie”.
Yo, por mi parte, seguiré esperando que la canción de
Serrat se convierta en realidad, que los fantasmas del Roxy no descansen en paz y que un día, esperando
el autobús, me pida fuego George Raft.
Artículo de Nacho Muñiz
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